Exhausto de no hacer nada, Barclays duerme doce horas, baja a la piscina y saluda a su esposa y su hija. Guarecidos en una cabaña a la sombra, cada uno se aboca a su pasión más urgente: la niña lee con curiosidad incesante; su madre bebe vino como si el mundo fuera a acabarse; Barclays decide seguir durmiendo. Acaso por las pastillas que toma cada noche y que hinchan su organismo como un globo de helio, él siempre puede dormir un poco más. En rigor, no está cansado. Ha dormido en exceso. Pero está de vacaciones y por eso se permite una siesta en la cabaña, para no pensar que su esposa tal vez es alcohólica y lo dejará en unos años para estar con un hombre joven. En algún momento, Barclays se despereza y camina a la piscina. Está gordo, tiene un neumático en el estómago, una panza altiva de señora preñada, y por eso los bañistas en sus tumbonas, chicas lindas, chicos efebos, lo miran con escándalo, con estupor, como si debieran multarlo por afearles el panorama con su barriga de manatí. Pero él los mira de vuelta con olímpico desparpajo y piensa: jódanse, estoy gordo, sí, pero no soy un modelo, soy un escritor, y no vivo de mi culo sino de mis palabras, y las palabras no se me arrugan como se les arrugará el culo a todos ustedes.

A la noche, después de cenar en el restaurante italiano que más aprecian en ese barrio (Barclays pide una pasta de tomate y una pasta verde y se come ambas, cómo no va a estar gordo), se detienen en una farmacia. Silvana compra cremas, lociones, champús. Barclays compra un lubricante erótico, su esposa lo mira extrañada. Llegando al hotel, la niña se duerme en su cama. Están en una suite grande, de dos habitaciones, de modo que Barclays y su esposa tienen la privacidad deseada. Como ha comprado el lubricante, Barclays le insinúa a su esposa, con unos besos mañosos, que desea hacer el amor, que la desea. Pero ella, en el restaurante italiano, ha bebido varias copas de vino, y cuando bebe, a veces se vuelve arisca, distante. Estoy cansada, no tengo ganas, le dice a Barclays, y lo deja babeando con sus besos de gusano y se va a dormir en la cama de la niña. Ya no me ama, ya no está enamorada de mí, ya no me desea, piensa él, derrotado, humillado. Enseguida enciende la tableta y ve un momento pornografía, pero la apaga porque ver pornografía lo deprime, lo hunde en una rara tristeza sobre la condición humana.

Esperando en vano al sueño que le resulta esquivo, Barclays se envenena de pensamientos oscuros, destructivos: como Silvana ya no me ama, empezaré a viajar solo, le daré menos dinero, le pondré un límite de gastos a sus tarjetas de crédito, le diré que no me apetece ver a sus padres, le diré que no quiero ver a sus amigas que votaron por el candidato de izquierdas en nuestro país de origen, le anunciaré que quiero viajar con mis hijas mayores y ya no tanto con ella, le advertiré que, si termina siendo alcohólica, nos separaremos.

Al día siguiente, Barclays despierta a una hora absurda: es mediodía en Los Ángeles, las tres de la tarde en Miami, las tres en su cuerpo. Cómo he podido dormir tanto, piensa. Quizá duermo tanto porque estoy de vacaciones, o porque ya no me interesa seguir viviendo, porque quiero pasar el resto de mi vida de vacaciones, sin hablar de política, sin ver a la familia, sin ver a nadie, ensimismado, rumiando mis rencores y mis fracasos, tramando mis venganzas literarias. En algún momento, Silvana y Sol aparecen cargadas de bolsos: vienen de comprar y están eufóricas y Barclays las saluda y felicita con grandes abrazos, como si comprar tanto fuese un mérito, un talento, al tiempo que piensa: estoy jodido, tengo que limitar los gastos de sus tarjetas, me va a arruinar.

Más tarde, en la cabaña al pie de la piscina, Barclays mira a su esposa, contempla el trasero de su esposa y piensa: la amo, cómo podría no amarla con ese culito delicioso. Libertino, erotómano, trotamundos, James Barclays ha tenido su cuota de amantes aquí y allá: el culito más lindo que le ha sido dado es el de Silvana, su esposa. No podré dejarla nunca, piensa. Me vale madre que sea alcohólica, mientras me preste de vez en cuando esas nalgas gloriosas, malicia, se relame. Pero si no me deja jugar con su cuerpo, iremos a la guerra y le cancelaré todas las tarjetas, que se joda.

Esa noche, como si leyera la mente afiebrada de su esposo, Silvana Barclays, con ganas o sin ellas, toma la iniciativa: ya durmiendo su hija, se mete en la cama de James Barclays, lo desviste delicadamente y le hace el amor con una pericia y una osadía singulares, pasando por alto que él está gordo, ignorando que él le lleva veinte años, besándolo y acariciándolo como si fuese un cuerpo irresistible, elevándolo al nirvana al que ella y sólo ella sabe guiarlo. Luego va al baño, hace sus abluciones y se va a dormir en la cama de su hija. Entonces Barclays piensa: la amo, nunca me alejaré de ella, le daré toda la plata que quiera, no le fijaré límites a las tarjetas de crédito, la acompañaré lealmente si desea ser alcohólica, seré generoso con sus padres, no me enojaré con sus amigas que votaron por el candidato de izquierdas en nuestro país de origen.

Es decir que Barclays, complacido, contento de sentirse amado, deseado, pasa a pensar exactamente lo contrario de lo que pensaba cuando su esposa se negaba a hacerle el amor. Es decir que Barclays, despechado, es malo, maléfico, vengativo; y en cambio, bien amado, es bueno, bondadoso, comprensivo. Ese brusco cambio de ánimo no depende ya de las pastillas que toma para regular su bipolaridad, sino de las caricias y los besos de su esposa. Barclays piensa entonces, derrotado: amo tanto a Silvana que ella tiene el poder de hacerme feliz o desdichado, y eso me da miedo, más miedo aún que su adicción al alcohol.

Quizá ya no me ama