la salida y la voz.

Se trata de dos tipos de alarmas que sirven para detectar problemas, deficiencias, inercias destructivas [dentro de cualquier grupo social]

La salida.

Esta será el abandono. Y puede ser de la organización donde se militaba, el cliente que deja de comprar un producto, el votante de X que da la espalda a su opción anterior. La pareja infiel, etc.

La voz.

Esta es la expresión de insatisfacción con lo que hace una empresa, un sindicato, un gobierno, un compañero, (…ya lo tienes)

…pues, quienes cancelan ambas opciones (salida y voz) impeden que el actor, la organización, el partido o los gobiernos cuenten con esos mecanismos necesarios para corregir el rumbo.

El deterioro está siempre presente, lo sabían muy bien los Padres Fundadores de los EEUU. Al carecerse de mecanismos para enfrentar ese deterioro este inercialmente tiende a profundizarse. La defección, la salida, es un foco rojo que informa de que algo marcha mal. La voz, por su parte, es la fórmula para plantear la crítica e “intentar cambiar el estado de las cosas”; la expresión de las carencias, complicaciones, faltas, que pueden quizá redefinir el rumbo.

Cuando ambos mecanismos se clausuran, las probabilidades de rectificación decrecen significativamente. Dado que las fórmulas de alarma no existen, las inercias deteriorantes pueden continuar con su paulatino y persistente desgaste.

En democracia, ambas fórmulas funcionan o deben funcionar. Uno puede modificar sus preferencias políticas, votar hoy por A y mañana por B y pasado mañana por ninguno, leer un periódico o pasarse a otro, abandonar la asociación que antaño uno valoró (todas ellas salidas); o expresar sus críticas de manera individual o colectiva, a través de organizaciones sociales, partidos, revistas o manifiestos, marchas, huelgas (es decir: ejercer la voz). Ello, en teoría, beneficia incluso a aquellos individuos o instituciones a los que se dirigen las críticas, porque pueden encontrar razones o evidencias de que algo está fallando. 

Por el contrario, los autoritarismos, las dictaduras o, peor aún, los totalitarismos suelen taponar ambos recursos. Convencidos de que no existe más razón que la suya, toda expresión distinta es anatemizada. Los regímenes unipartidistas por definición ostentan el monopolio de la “representación” y no hay otra opción, y en algunos casos ciertos países han impedido incluso la migración de sus propios ciudadanos (las salidas son inexistentes). También han obstaculizado o clausurado las voces disidentes. Se cierran periódicos, se ilegalizan a los partidos disidentes, se prohíben huelgas, manifestaciones y se llega a considerar como adversaria o subversiva a cualquier asociación fuera de la órbita oficial. ¿Es posible que la cancelación de esos mecanismos de alerta sea parte de la explicación del desplome de los regímenes soviéticos?

José Woldenberg
Escritor y ensayista. Su más reciente libro es Contra el autoritarismo.