Crónica de 26 años “atrás”:

“La Habana luce como Cleveland en 1960, luego de una huelga de 35 años de pintores y mucamas”. Las artesanías dan la impresión de estar hechas con herramientas melladas, por contadores, abogados y profesores universitarios desesperados por obtener algunos dólares. Las tostadas tienen gusto a virutas de madera y el te “el mismo sabor exacto que si un perro pequeño hubiera sido sumergido en agua caliente”. Los tabacos corona Montecristo, comprados en tiendas del gobierno, tienen el mismo aroma y se aspiran con igual encanto que si “el punto de fieltro de una pluma marcador fuera consumido por un fuego lento sin llama”. Hasta los músicos parecen perseguir a los turistas repitiendo incansables una tonada única: “Guan-tan-a-meeeeeera”.

Para O’Rourke, Cuba es un país que parece sumergido dentro de una chapucera maquina del tiempo creada por los rusos, “donde el reloj se ha detenido pero todo envejece”. Solo hay una cosa que despierta simpatía en el periodista: los cubanos. Los prefiere a los turistas, y solo le aburren los funcionarios y académicos con sus respuestas trilladas. En un viaje a Trinidad, su automóvil se detiene. Al principio siente la hostilidad de quienes le rodean, pero cuando estos se dan cuenta de que el vehículo está descompuesto, comienzan a ayudarlo. Es en ese momento que la multitud entera se pone a trabajar: un niño busca herramientas, un hombre de edad similar a la del periodista revisa el filtro de aire, otro limpia el sistema de encendido, un anciano trae agua para la batería, un vecino limpia la tapa del distribuidor, todavía hay otro que desconecta el conducto de la gasolina y comienza a succionar, y el que dice ser mecánico le quita la bomba de la gasolina al motor para inspeccionarla. Al darse cuenta de que no pueden arreglar el automóvil, se niegan a recibir dinero, porque no han podido solucionar el problema. El tiempo empleado no cuenta para los residentes de la Isla: es su única riqueza y lo regalan gustosos. Al final el viajero logra que cada uno acepte 50 centavos de dólar.

Pese a lo triste de la anécdota, 50 centavos es lo que en el peor de los casos se da con pena al desamparado que se acerca a limpiar o ensuciar con un trapo el parabrisas del auto en una esquina del centro de Miami, hay una esperanza en ella. Durante casi 37 años Fidel Castro ha impedido que los cubanos trabajen. En el paraíso de los trabajadores, el trabajo nunca sirvió de nada: no implicaba una mejora en el status de vida, no servía para adquirir una vivienda, ropas, un automóvil, viajar. Como señala O’Rourke, el gobierno cubano no solo eliminó el concepto de desempleo, sino también el del trabajo.

Sin embargo, los cubanos, casi por capricho —nuestra herencia, nuestra idiosincrasia, nuestro clima y hasta nuestra religión católica conspiran contra ello—, somos un pueblo trabajador. Los balseros llegados en los últimos años lo han demostrado. Mientras este espíritu no muera, habrá esperanzas para Cuba.

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