La cuestión más importante de este siglo no es a menudo hablada en el mundo occidental, de hecho se oculta, en gran medida por el narcisismo de occidente que, aun con todo el discurso de globalización e igualdad, postcolonialismo y demás (en el mejor de los casos, tonterías utópicas y muy a menudo franco resentimiento y masoquismo cultural), no deja de verse como el centro del mundo; es decir, asume que lo que se discute, se cree, se habla en occidente es lo normal para el resto de la humanidad, y en el caso que no lo sea basta que la inexorable marcha del progreso, tome este la forma que tome, a la postre hará al resto del mundo a su imagen y semejanza. La cuestión es qué nación será la potencia hegemónica del siglo, y por extensión, qué modelo político triunfará.

Obviamente me refiero a China, la potencia imparable, la que contra todos los análisis que predecían que iría a la democracia, los que dicen que un autoritarismo es incapaz, a la larga, de ser competitivo, va a toda prisa a ser no solo la primera potencia económica y científica, sino un formidable poder militar, capaz de, en no mucho tiempo, superar a los Estados Unidos.

El punto central es que se tiende a ver el ascenso de China como un choque entre democracia y autoritarismo, o sea, entre la libertad individual y el férreo control del estado, pero el asunto no es así, sino más profundo, más esencial, y quizás vital.

En occidente se concibe a la democracia como un fin en sí misma, algo que, con solo meditarlo ligeramente, uno nota que es simplemente una ideología, una fe que no tiene ningún sustento en la realidad. La democracia es, como todo sistema, un medio más o menos eficiente para la convivencia, sobrevivencia y desarrollo de las sociedades humanas. En China esto último resulta autoevidente: la forma de gobierno, sea la que sea, se mira como un medio para alcanzar objetivos nacionales, o sea, para el engrandecimiento y la prosperidad de la nación.

Históricamente no ha habido muchos experimentos democráticos; de hecho, solo dos: la Atenas y las ciudades griegas que siguieron su modelo, y el occidente moderno desde hace unos 200 años. Menos si se considera el sufragio universal: cada ciudadano un voto. Menos tiempo en realidad que la inmensa mayoría de las dinastías que han regido a China a lo largo de su historia milenaria.

La idea de que una forma de gobierno que, desde Aristóteles, se consideraba como bastante imperfecta, sea el gobierno ideal para toda la humanidad, es en sí misma muy reciente. Parte de la idea de la ilustración del individuo como ente racional, provisto de derechos inalienables otorgados por Dios o por alguna entelequia que debe creerse sin cuestionarse, como es en el mundo secular actual.

Si en la antigüedad griega la democracia no fue muy duradera ni efectiva, en la modernidad arrancó con logros incuestionables. La revolución industrial le dio a occidente un poder arrollador sobre el resto del mundo, y, ya en el siglo XX, las naciones democráticas derrotaron a sus mayores enemigos totalitarios, el nazismo y el comunismo soviético.

Luego del fin del comunismo, la idea de los derechos inalienables hizo metástasis en el igualitarismo a ultranza que parece minar el mundo occidental actualmente. La igualdad debes ser en todo, los derechos se extienden hasta el menor capricho sexual o la última locura que se ocurra otorgar a “los oprimidos” de moda. La sociedad y la nación, que son en última y primera instancia los únicos espacios donde una democracia tiene sentido, se atacan en sus mismos cimientos; el individuo atomizado por un lado, y los grupos raciales o sexuales, que ya no tanto las clases sociales del comunismo, quedan como justo eso, átomos o moléculas aislados, en perpetua lucha de poder y relaciones de dominación y dominados, víctimas y victimarios, sin un fundamento de valores colectivos desde donde el todo, la nación pueda encontrar cohesión y sentido, trazar objetivos comunes.

La competencia con China es entonces más que un choque de sistemas políticos de concepciones sobre lo político en sí. La democracia en occidente, y los derechos humanos, ya no en libertades negativas, o sea, en el espacio de autonomía individual donde el estado no penetra y desde donde puedan desarrollar sus potenciales individuales, sino más y más positivas, son vistos como la meta necesaria de la evolución humana. Más que un medio para lograr un fin una fe, y diría más, un dogma.

China, por su parte, no ve las cosas así. La participación popular es admitida, podrá serlo más o menos, si conduce al crecimiento económico y a los intereses de la nación. Pero si los intereses de la nación se ven en peligro no se vacila en coartar las libertades o reprimir violentamente.

China tampoco se deja arrastrar por la ideología de moda, como sucede en occidente. Pongo un ejemplo, en occidente resulta tabú siquiera mencionar que la inteligencia es algo genético, que puede haber diferencias entre los tipos y grupos humanos y que la eugenesia puede ser un método viable para aumentar el potencial del grupo propio. En China no solo no hay ningún problema con esto, sino que la eugenesia es política oficial, así, a lo crudo, “mejorar la raza”. Y pensemos por un momento cuáles son los resultados en una competencia a largo plazo entre quienes por todos los medios tratan de maximizar el número de ciudadanos con mayor coeficiente intelectual y quienes ni siquiera se atreven a discutir en público el que la inteligencia, como parece estar ya demostrado, es en más de un 70 por ciento algo genético, hereditario. Otro ejemplo es la ideología de género que, entre otras cosas, niega las diferencias biológicas entre hombres y mujeres. A la larga, qué sociedad utilizará mejor sus recursos en capital humano, la que, contra toda evidencia biológica y científica en general, intente forzar a los hombres y mujeres a la igualdad (piénsese en que las empresas deben tener el mismo número de mujeres que de hombres por ley, no por competencia, y que en el ejército, para darle cabida a las mujeres, se deben bajar los estándares de fortaleza física) y la que simplemente asuma las diferencias naturales, y trate de maximizar el potencial de cada uno. Y no hablemos del ataque a la familia, al matrimonio y a la maternidad que parece ser ubicuo en las sociedades occidentales, donde simplemente no paren las mujeres lo suficiente para garantizar siquiera el mantenimiento de la población.

Resumiendo, la diferencia fundamental es si los derechos son inalienables, llevados hasta el punto del mero capricho, como el que un hombre con solo declararlo sea considerado mujer, y más, si la igualdad debe extenderse a todas las esferas de la vida, o la que asume que los derechos son una negociación que depende del interés del todo, o sea, de la nación.

No creo que hace falta pensar mucho para notar que una sociedad en la cual, como se está diciendo en occidente, la lógica es racista, la inclusión es más importante que el talento y la competencia, no compite a largo plazo con una que trata por todos los medios de mantener la cohesión nacional y considera la excelencia como meta y deber.

La democracia sigue siendo un modo de gobierno de extrema nobleza, quizás, parafraseando a Churchill, el menos malo de los posibles, pero no puede sobrevivir sin virtud, sin un ideal común, sin que los mejores sean buscados, premiados y tomados como modelo, independiente de su raza, género, clase social, credo o cualquier cosa ajena al individuo. Pero de no corregir el rumbo occidente, de seguir con una actitud que no hay mejor palabra para nombrar que suicida, el siglo será chino, y quizás el experimento democrático sea otro fracaso en la historia de la humanidad.