En los regímenes totalitarios únicamente un grupo hegemoniza el poder político, ofrece la licencia a otros grupos de existir y eventualmente la retira; además, no tolera e impide cualquier competencia. No nacen nuevos grupos, y los viejos grupos no mueren sin el permiso del grupo hegemónico–dominante, es decir, del partido, no por casualidad, único. Así que aquellos autores, como Gordon Skilling y Franklyn Griffts (1971), quienes se han limitado a registrar el crecimiento numérico de grupos en los regímenes comunistas, y sin preguntarse cómo, cuáles grupos y por qué, han confundido el efectivo proceso de diferenciación estructural con lo imposible, porque no se cuestionan bajo cuáles condiciones políticas se presenta el proceso que hace emerger el pluralismo.
Contar los grupos de un régimen totalitario no puede ser suficiente si no existen criterios correctos para contarlos. El riesgo, que puntualmente se ha advertido, consistía en considerar posible, e incluso, prever una liberalización de los regímenes totalitarios en concomitancia con su modernización. Al contrario, como prácticamente ninguno de los grupos que nacieron a la sombra del partido comunista, o de los partidos sostenidos por el sistema soviético, nunca lograron conquistar por sí mismos capacidad política y de representación autónoma, no es extraño que todos los regímenes comunistas de la Unión Soviética y de Europa oriental, con excepción de Polonia, se hayan ruinosamente derrumbado (quizá es mejor decir que sufrieron una implosión). De forma sintética, del monismo no surge ningún pluralismo si antes el monismo no es destruido. La experiencia del totalitarismo soviético, y en general la de Europa oriental, es muy diferente en su génesis de la igualmente totalitaria Alemania nazi. Cuando el partido bolchevique conquista el poder en la Rusia de los Zares, eran pocas las organizaciones existentes, estaban mal estructuradas y con poco sostenimiento social. La sociedad rusa seguramente no estaba dotada de una gran vivacidad asociativa. La escasa destrucción que fue necesaria para imponer el dominio totalitario del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) fue una tarea que implicó pocos esfuerzos.
Muy diferente fue en su momento la situación alemana durante la República de Weimar (1919–1933). Desde muchos puntos de vista, Alemania mostraba una amplia, rica, vivaz y variada realidad asociativa. Quien sólo se limite a contar los grupos y asociaciones existentes y activas en el territorio alemán en esa época, no podría sino impresionarse de la presencia de un pluralismo robusto y ramificado que parecía difícilmente reducible a uno. Era un pluralismo que debía saber oponerse al nazismo, ya que constituía un obstáculo natural a éste, o al menos insuperable para quien quisiera imponer una experiencia totalitaria caracterizada por el dominio de un único grupo, por cuanto armado y potentemente estructurado estuviera. Por el contrario, una vez que se inició el proceso nazi de Gleichschaltung, éste se presenta como un resultado irreversible contra cualquier teoría que pretenda sostener que el pluralismo difuso y competitivo constituye el mejor dique contra cualquier amenaza totalitaria.
Constreñidos a buscar una explicación, tanto los estudiosos alemanes y, en general, los sociólogos y politólogos que han analizado el periodo de Weimar se han abocado, sin encontrar ni hipotizar al menos una explicación, al inútil cálculo numérico de la cantidad de grupos, asociaciones y organizaciones activas en Alemania, pero no se han preguntado de su naturaleza ni de las instituciones, y es precisamente el pluralismo institucional lo que se debe tener en cuenta. El problema, naturalmente, no eran los números del pluralismo alemán, político, social e institucional, es decir, su cantidad. Tampoco lo era en cierta forma la calidad de tal pluralismo, ya que era efectivamente competitivo; incluso podríamos decir que lo era demasiado, si supiéramos definir con precisión cuándo y cuánto el pluralismo es «demasiado» competitivo. La problemática, que nunca podría haber sido identificada sólo con los instrumentos cuantitativos, era la naturaleza de tal pluralismo, o mejor dicho, las formas en que se habían estructurado y funcionaban los grupos y las asociaciones. Eran todas intrínsecamente autoritarias, y ninguna tenía la capacidad de obtener el soporte difuso que permitiera sustentar a la naciente democracia alemana. Lo que pudiera ser definido como «modelos de autoridad» («patterns of authority», como lo definieron Eckstein y Gurr [;1975]) de la sociedad alemana, entró en un conflicto vertical con la democracia competitiva que Weimar introdujo de forma casi ex–abrupta como resultado de una derrota militar nunca aceptada del todo en la Alemania ex imperial.
Empero, aunque si bien es verdad que el nazismo no fue un resultado inevitable, es también verdad que la calidad intrínseca del pluralismo alemán basado en estructuras jerárquicas debilitaba la resistencia a la penetración nazista y se prestaba a la sumisión. Menos convincente es la explicación del arribo del totalitarismo que Kornhauser (1959) construyó haciendo uso de su concepción de la sociedad de masas, pluralista sólo porque estaba atomizada y, por lo tanto, inevitablemente expuesta a la penetración y a la servidumbre de la fuerte organización del partido nazi y de sus organizaciones que le circundaban.
Ciertamente comunista, el caso polaco muestra que, por el contrario, ya que no era un régimen autoritario monista; la transición a la democracia fue practicable porque comenzó en un periodo de tiempo anterior al quiebre del comunismo en los otros sistemas políticos que efectivamente eran totalitarios. Prosiguió con mayor fluidez, y desde el punto de vista de sus resultados políticos, con mayor éxito que en otros casos. Hasta este punto, una vez que se han mencionado los regímenes autoritarios, parece oportuno entrar en las particularidades, que son importantes y sustancialmente decisivas. Lo que se puede decir, desde el punto de vista numérico, sobre grupos organizados, políticos e institucionalizados en los regímenes autoritarios es que son efectivamente pocos. Sabemos también que el partido que tiene el poder en los regímenes autoritarios no tiene, ni lo ha tenido, en la fase de la conquista del poder, tanto como para destruir a todos los otros grupos o como para someterlos completa y definitivamente. De otro modo, obviamente, el régimen se habría precipitado hacia una situación totalitaria. Si nos limitásemos a contar los grupos en los regímenes autoritarios, podríamos llegar a una conclusión que debería parecernos por lo menos curiosa y que por lo tanto debiera ser explicada.
Al inicio y en las primeras fases de los procesos de democratización, no sólo en Europa occidental, probablemente los grupos fueron numéricamente pocos. Pero ¿son asimilables dos situaciones: regímenes autoritarios relativamente consolidados y regímenes políticos en proceso de democratización? Si nos limitáramos a contar los grupos, la respuesta terminaría por ser afirmativa. Pero el hecho es que no es suficiente contar los grupos. Por el contrario, es absolutamente indispensable saberlos contar logrando utilizar criterios, que en una cierta medida, requieren elementos cualitativos, ninguno de los cuales, inicialmente, parece ser susceptible de convincente cálculo. Para tal propósito, es crucial y significativa la definición dada del pluralismo en los regímenes autoritarios del politólogo y sociólogo español Juan Linz (1964). Según el autor, se trata de un pluralismo limitado, no competitivo y no responsable. La existencia de cualquier tipo y grado de pluralismo diferencia a los regímenes autoritarios de los totalitarios, en los cuales no se puede ni se debe hablar de pluralismo.
Las tres características del pluralismo que se presenta en los regímenes autoritarios los diferencian a su vez del pluralismo en las democracias. Sobre todo el pluralismo democrático es, natural y constitutivamente, ilimitado, es decir, ninguno puede poner límites a su difusión y a su proliferación. Aquí quizá debamos mencionar las habituales críticas de los conservadores hacia el exceso de pluralismo. En segundo lugar, el pluralismo democrático es competitivo. Los grupos, viejos y nuevos, no sólo entran en competencia entre ellos, sino que siempre permanecen en tal competencia para adquirir adeptos, consenso y prestigio, visibilidad, recursos, decisiones favorables a sus objetivos, poder político, social, económico, cultural, religioso y mediático. En la competencia, los grupos «democráticos» cambian, se transforman, se dividen y se unen, desaparecen y renacen. El pluralismo democrático es intrínsecamente e incesantemente dinámico. El pluralismo de los regímenes autoritarios es, al contrario, estático y, en el mejor de los casos, adaptativo. Los grupos en los regímenes autoritarios no están en competencia, si acaso muy raramente. Manifiestan fuertes preferencias en la (PRE) definición de las áreas de sus respectivas competencias para evitar cualquier tipo de intromisión, interferencia o injerencia. Monarquía, Fuerzas Armadas, Iglesia, burocracia, latifundistas e industriales custodian y defienden celosa y meticulosamente su específico territorio. El líder autoritario, eventualmente con ayuda del partido, si es que existe y tiene fuerza suficiente, no es sólo el fiel de la balanza en la distribución de poder entre los diversos grupos. Es también el árbitro que evita que cualquier grupo se encuentre o provoque una situación en la cual terminarían por prevalecer los otros grupos alterando el complejo equilibrio originario. En el pluralismo democrático, los únicos límites a la «prevalencia» son las normas constitucionales y las leyes.
El pluralismo en los regímenes autoritarios es «no competitivo» y, según Linz, también es «no responsable». En mi interpretación, con el término «responsabilidad», Linz no trata de referirse exclusivamente a las modalidades de responsabilidad política que en una democracia, se evalúan de manera especial a través de las elecciones. Entiende, por el contrario, una forma más fecunda, agrega a la responsabilidad política otras formas de responsabilidad que cualquier organización debería tener en relación a sus adeptos, de sus afiliados o de sus sectores de referencia. En ausencia de elecciones, que aunque se desarrollen sirven para objetivos diferentes que aquellos que conciernen a la expresión de las preferencias políticas de los ciudadanos y de la circulación y cambio de las élites políticas, la responsabilidad política no tiene ninguna forma (ni necesidad) de manifestarse. Además, ninguna de las organizaciones y de las instituciones que configuran el pluralismo en los regímenes autoritarios se ve necesariamente obligada a tener en cuenta las preferencias de sus «asociados» ni a rendir cuentas de su forma de operar.
http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-00632009000200006
Al decir de Díaz-Canel, lo mexicano se volvio cubano y lo cubano, mexicano. El Hablador, el muy Singao y sus delegaciones sostuvieron conversaciones y firmaron importantes acuerdos políticos, económicos y comerciales. ¿?
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