«Algo olía a podrido» en la Academia de Ciencias Sueca.

Uno de sus miembros, el astrónomo Bernhard Hasselberg, llevaba enfermo varios años y estaba pensando en retirarse. En esos casos, había una costumbre no escrita que decía que cuando esto sucedía, sus colegas le honrarían permitiendo que fuera la voz decisiva a la hora de escoger al nominado. Hasselberg era un enamorado de las mediciones precisas, y en 1907 ya había intentado sin éxito que le dieran el premio Nobel a su amigo y colega de la oficina de pesas y medidas Guillaume. En 1912 volvió a intentarlo argumentando que el descubrimiento de la aleación hubiera sido del gusto de Alfred Nobel, pero no prosperó. Aquel año de 1920 los hados conspiraron a su favor. En primer lugar, estaba la baza de su jubilación. En segundo, el comité, teniendo todavía fresca en la memoria una sangrienta guerra europea, pensó que dar el premio al director de una institución internacional —y la Oficina era el mejor ejemplo de cooperación entre países—, constituía algo muy conveniente. El comité encargó al físico experto en magnetismo terrestre Vilhelm Carlheim-Gyllensköld que elaborara un informe del candidato, habida cuenta de que era mero trámite. Pero aún así, fue incapaz de dar una razón convincente de por qué debería concedérsele el premio. Viendo perdida la batalla, un Hasselberg postrado en cama escribió al comité Nobel diciendo que sería feliz si le concedían el Nobel a su amigo. Temiendo no llegar con vida a las votaciones, envió el suyo anticipadamente. Como podía esperarse, el Comité le concedió ese anhelado deseo. Cuando se hizo público el veredicto, hasta el propio Guillaume se sorprendió. La prensa sueca, tan del gusto de promocionar los premios, se las vio y deseó para explicar por qué un metalúrgico totalmente desconocido ganaba el premio Nobel de Física.

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