‘Como es un amante de las libertades individuales, un defensor de las minorías oprimidas, Barclays, antes de que comience el mundial, ya desea la absoluta debacle y eliminación de varias selecciones que competirán en dicho torneo: Qatar, reino de mafiosos donde los homosexuales son condenados a muerte y las mujeres violadas acusadas de adúlteras; Arabia Saudí, reino de carniceros y matarifes que encarcelan a los disidentes y mandan matar, desmembrar y disolver en un barril de ácido a ciertos periodistas independientes; Irán, dictadura teocrática de clérigos malvados donde las mujeres son esclavas que deben cubrirse con velos y los homosexuales son condenados al oprobio de la lapidación; y Serbia, país extrañamente aliado de la Rusia imperialista de Putin.

Por razones morales, Barclays detesta a esos cuatro países y desea que sean eliminados por goleadas en la primera ronda del mundial de fútbol: sería dulce que la Argentina hiciera seis goles a los saudíes, que Estados Unidos despachara cinco a los iraníes, que Ecuador metiera cuatro a los anfitriones qataríes y que Brasil clavara siete a los serbios.

Desde muy joven, Barclays llora con mal disimulado aplomo cuando cantan el himno argentino antes de que comiencen los partidos del mundial. Esta vez no habrá de ser la excepción. Es un momento tremendamente hermoso y pasional, en el que renueva su amor por ese país, un amor que nació en el mundial de 1978 o incluso antes. Es solo un partido de fútbol, claro está, pero es también, o eso lo parece cuando cantan el himno, una disputa por el honor, una contienda en defensa de todas las cosas nobles que aún tiene la patria, una guerra del fin del mundo, una batalla que los hará felices o desdichados, eufóricos o apesadumbrados. Por eso Barclays verá los partidos de octavos, cuartos y semifinales en Buenos Aires, porque allá y solo allá se sentirá un argentino más y gozará del mundial como en ninguna otra parte.

Además de alentar a gritos y con tembladeras a la Argentina, Barclays no oculta sus filias y sus aficiones por otras selecciones de fútbol. Por lo pronto, le apena que no jueguen en el mundial las tropas deportivas de Colombia, Chile y Perú. Por razones familiares, Barclays desea que Inglaterra haga un gran mundial. Por razones sentimentales, su corazón está también con Uruguay, país de gente noble y hospitalaria, y con Portugal, nación herida de melancolía, tierra fértil de poetas. Por razones de gratitud, porque allí se ha forjado una carrera como escritor, Barclays gritará los goles de España como si fuese un español más. Por último, hinchará por Costa Rica porque en dicho país, por razones puramente esotéricas, su programa de televisión no pasa del todo inadvertido y sirve de terapia para combatir el insomnio.

Mientras tanto, la vida prosigue como si fuese eterna, como si no fuese a interrumpirse: la niña Barclays es feliz a los gritos y a carcajadas cuando habla con sus amigas; la esposa de Barclays es feliz cuando se entrena en la academia de karate y sale a cenar con sus amigas lesbianas que son adorables; y Barclays es feliz cuando, a las tres de la mañana, baja a la cocina y come un helado de fresa, uno de kiwi y otro de chocolate: ese momento, el de la rendición a los helados, bien podría calificar como uno de los más placenteros y culposos del día.

Luego todos duermen o siguen durmiendo con la callada certeza de que es allí y no en otra parte donde quieren seguir viviendo, mientras la vida parezca eterna.’