Al principio, antes de que el Imperio romano se convirtiese en un Saturno devorador de su prole, el régimen de amplísima autonomía municipal diseñado por Julio César creó clases medias locales, y un número creciente de personas pasaron a ser hombres de negocios. Pero es precisamente entonces cuando llega una denuncia del propietario y el comerciante como enemigos del pueblo, unida al anuncio de un Juicio Final donde los pobres se regocijarán viendo cómo Dios fulmina a los ricos. Dos milenios más tarde, en un mundo secularizado, cincuenta años bastan para que ateos enérgicos impongan dicho trance a la mitad de la población mundial. Han cambiado muchas cosas salvo el contenido, que antes y después es un ajuste de cuentas precisamente «implacable»

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