Este cartel recibe a quienes viajan a Varadero.

EL PUEBLO:

El equipo de Gobierno y partidista que ha manejado durante los últimos años en Cuba la información pertinente y objetiva de todas las ramas del Estado y la sociedad; que ha podido incluso evaluar e intentar corregir a partir de datos y evidencias los errores y deformaciones que ellos suponen; que ha tenido la posibilidad de articular, instrumentar y ensayar propuestas y decisiones como políticas públicas en orden de complejidad sistémica; que ha dominado los umbrales de incertidumbre y los riesgos de cada escenario; ha tenido para poder  hacerlo la mayor cuota y concentración de poder posible.     

No es cierto, sin embargo, que los que han disfrutado del poder de forma tan extraordinaria, sean electos por el pueblo «para determinadas responsabilidades por un determinado tiempo», como afirmara recientemente el Presidente cubano. La realidad es que ellos son parte de un sistema de formación y selección de cuadros políticos, administrativos y empresariales profesionales, en el que, durante décadas, ascienden progresivamente de acuerdo a requisitos, criterios y evaluaciones que no son públicas, ni dependen de la elección ciudadana.

¿Cuál es para los ciudadanos el costo de la inexperiencia [y corrupción] de tales funcionarios frente al gobierno, la administración del Estado, las instituciones y empresas públicas? ¿Cuál es el precio pagado colectivamente cuando sus decisiones han sido erradas? ¿O el de que permanecieran incrustados al Estado cubano, la administración, la toma de decisiones e incluso la conducción política, aun luego de fracasar una y otra vez?

¿De qué modo los ha influenciado el prolongado disfrute de privilegios para ellos y sus familiares, y sobre todo, la diferenciación respecto a la vida cotidiana de los ciudadanos? ¿Qué sabemos de la cultura organizacional, los valores, prácticas y tácticas que aprendieron para ascender y prosperar? ¿Cuál ha sido el importe de la soberbia, arrogancia y pedantería [de sobra insolentes, mimados del poder casi omnímodo en sus áreas de influencia] que adquirieron en su ascenso a diferentes estatus de poder como consecuencia de nuestra imposibilidad de exigirles cualquier tipo de responsabilidad y control público de sus actos, o la inexistencia de mecanismos de rendición de cuenta y revocación reales y vinculantes?

[no olvidemos que, precisamente por Varadero, anduvo hace pocas décadas una lista de personas que el buen Tony La Guardia debía eliminar, una lista a la que los jefasos del núcleo duro que dirigía el país en ese momento debía adicionar nombres para la consideración de otros jefasos a ese y otros niveles. Para más datos revisar la abundante bibliografía al respecto del buen Norberto Fuentes, amigo íntimo del susodicho “Tony”, y que además abunda de como muchos de esos jefasos se quejaban de que el tal Tony “no mata a nadie”, etc etc. Quién quita que muchos de esos matarifes siguen haciendo de las suyas dentro y fuera del archipiélago cubano? -Si son admiradores, además, del asesino Putin del que se sabe que anda envenenado adversarios con pertinente Plutonio a manos llenas por todo el planeta]

Estas son viejas preguntas que necesitan nuevas respuestas. Sin ser las únicas, son interrogantes pertinentes, entre otras razones porque aquello que determina el liderazgo a cualquier nivel en Cuba, así como sus características, realmente transversaliza a la sociedad y al Estado, volviendo estrictamente residual y ritual la elección y participación política de los ciudadanos.

Tal sistema de cuadros no solo enajena a la política de lo público, sino que la absorbe para convertirse en un sistema de relaciones políticas. Es probable que dicho sistema, actualizado recientemente por una generación formada por completo en su interior, esté hoy en un punto óptimo de funcionamiento como estructura de una élite y, dentro de él, sus miembros interactúen y concreten formas de hacer política definidas por haberse convertido para ellos en una ruta de movilidad social, incluso antes de integrarlo.

Esta última no es una cuestión intrascendente, pues remite a cuáles son los valores que promueve el sistema, a los roles asignados en función del estatus que se ocupa en él, pero también a cómo se condicionan las actitudes de los individuos en función de conservar el estatus alcanzado y seguir percibiendo beneficios y logros socio económicos que definen el ascenso social de ellos y sus familiares.

Si miembros de distintas generaciones ofrecen testimonios sobre dirigentes y políticos capaces de renunciar a sus cargos o responsabilidades por no aceptar disposiciones que creyeron erradas, de no tolerar formas de trato despóticas, arbitrarias y degradantes por parte de sus superiores a los ciudadanos; y también de argumentar lo que pensaban, aun cuando suponía cuestionar lo que decidían sus superiores; no es difícil constatar que ello es hoy un hecho extraordinario y probablemente definitorio del destino de quien así proceda.

En la década del treinta del pasado siglo, Antonio Guiteras Holmes afirmó que no le interesaba el poder si no era para hacer la Revolución. Tal declaración es un lúcido recordatorio de la importancia que tiene la cuestión ética, teleológica y de los límites al poder. No es tampoco algo menor: el poder es un bien político público solo cuando su ejercicio no resulta privatizado y sus estructuras no devienen plataformas para el logro del monopolio y la exclusión.  

Todas las sociedades enseñan, pero también reproducen, el tipo de cultura y prácticas políticas derivadas de las relaciones de poder que se promueven en ellas.  Por eso, el reverso de la pregunta ¿para qué quieren el poder los que lo tienen hoy en Cuba?, es también una interpelación válida, y de hecho fundamental, para los que no lo tienen, para los excluidos.

Todo el poder, toda la responsabilidad

Se dice que John F. Kennedy en 1961, tras la humillante derrota sufrida por su administración en Playa Girón, afirmó con amargura: «La victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana». Es necesario evadir la trampa de analizar la realidad desde ese enfoque maniqueo.

No se trata entonces de satanizar a un equipo de gobierno que, con independencia de sus decisiones, heredó procesos complejos y contradictorios —cuando no perversos—, en todos los ámbitos de la realidad social y política, y también una difícil situación internacional cuyas repercusiones internas fueron muy importantes. Pero resulta demasiado obvio que la responsabilidad, del tipo que sea, y mucho más si es política, abarca tanto los éxitos como los fracasos.

De modo que, más que reconocer la incompetencia de políticos y funcionarios y su responsabilidad en la actual situación; de lo que se trata es de que las acciones ante las consecuencias que han tenido y tendrán dichas decisiones, sean asumidas como nuestra responsabilidad.

Mientras lees estas líneas, las consecuencias de los actos de cuadros gubernamentales, políticos y empresariales, se extienden por campos y problemáticas diversos pero inter-relacionados, que abarcan la educación, la asistencia y seguridad social, la igualdad política, el funcionamiento del sistema jurídico, el racismo, las infraestructuras viales y de transporte, la política, la democracia y la participación y el desarrollo local. También sobre la esperanza, calidad y viabilidad de los proyectos de vida, la institucionalidad, el comercio exterior, la propiedad y el derecho a la vivienda, la producción de alimentos, la inversión pública y extranjera y su geolocalización territorial, la cultura, la expansión y diversificación de la industria ligera y pesada.

Además, sobre las condiciones y posibilidad del ejercicio de derechos y libertades de los ciudadanos y las garantías constitucionales, el cambio y diversificación de la matriz energética del país, el acceso y calidad de la justicia, la investigación, el desarrollo e introducción de nuevas tecnologías, la soberanía económica y otras áreas de la vida social y política.

¿Qué sabemos de la racionalidad que está detrás de las decisiones de dirigentes políticos, funcionarios y empresarios?

Apenas podemos tener una idea de las dimensiones reales de la situación en que estamos, poco más allá de las percepciones de la dureza de la vida cotidiana para cientos de miles de cubanos. Pero tales percepciones están mediadas por diversas cuestiones, que van desde los ingresos, la ubicación geográfica dentro del país o el estatus social de los individuos; por solo poner ejemplos que muchas veces son resultado de políticas y decisiones gubernamentales.

Los datos públicos disponibles para los ciudadanos suelen ser insuficientes. Aunque en algunos casos permiten identificar la existencia de decisiones estratégicas —como aquellos que informan sobre la Distribución Sectorial de Inversiones que se ha producido en Cuba en la última década—;  no permiten en cambio entender cuáles fueron los argumentos que estuvieron en el origen o continuidad de ellas. Sin embargo, como ocurre en el caso aludido, a menudo son una radiografía de las deformaciones de la economía cubana, sus causas e impactos que, pese a ser públicos, paradójicamente no encuentran un nicho político en que puedan ser analizados, cuestionados y corregidos.  

La ausencia de transparencia en los actos gubernamentales y administrativos, también en los políticos a micro y gran escala, ha sido característica inherente al funcionamiento de las estructuras del Estado y el Gobierno cubanos durante décadas. Esto permitió instaurar un régimen de alta concentración de poder y concesión de amplias —cuando no omnímodas— facultades discrecionales a sus operadores frente a los ciudadanos. Incluso cuando se ha intentado otorgar formalmente una autonomía mayor a los municipios y a las empresas enclavadas en ellos, tal característica ha demostrado ser invulnerable.

La trasmisión y acumulación del poder, y las facultades derivadas de estos cambios, potenciaron no pocas veces la individualización y el culto a la personalidad que suelen acompañar a tal situación. Como resultado, ciudadanos y subordinados, en contextos públicos y laborales, han estado eventualmente lidiando con concreciones mucho más negativas y objetivas del uso del poder, al mismo tiempo que se debilitaban sus posibilidades de participación y control.       

Robert Klitgaard secuenció hace muchos años el algoritmo de la corrupción en una célebre fórmula: Centralización + Facultades discrecionales – Transparencia. Para los cubanos existen densas zonas de silencio alejadas del debate por diversas formas de digresión del foco de atención ciudadana. Ellas abarcan cuestiones muy diversas: inversión de capitales públicos; negociación, aceptación y ejecución de créditos e inversiones; adquisición de deuda estatal; realización de negocios y licitaciones; formación y ejecución de los presupuestos; contratación de servicios; adjudicación, transferencia y disolución de la propiedad pública. Asimismo: ejecución de los presupuestos de gobiernos provinciales y municipales; pagos por servicios de distinto tipo; concertación de contratos y adquisición y trasferencia de inmuebles.

En general, tales asuntos han permanecido fuera del escrutinio en condiciones de opacidad y secretividad normativamente garantizadas, o por la instauración de prácticas de ocultamiento que contaminan la cultura de las instituciones y la vida social.

No pocas veces, tanto ese tipo de diseño como la secretividad y ausencia de trasparencia de funcionarios e instituciones, se han justificado como necesarios dada la eficacia de agencias estadounidenses que persiguen activos, negocios, planes, o mecanismos de financiamiento y pago de obligaciones del Estado cubano.

Tal persecución es cierta, está legalmente codificada y prevista en numerosas directrices administrativas de la poderosa potencia. Pero en la práctica, al partir de un diseño de concentración de poder y escasa transparencia inherente al paradigma de la experiencia histórica del Socialismo, la corrupción económica se expandido por la sociedad cubana junto a su hermana gemela, la corrupción política.

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La primera es ya endémica, causa gigantescas pérdidas anuales y todo tipo de distorsiones a la economía cubana, así como complejos y extendidos entramados de tráfico de influencias, dentro de los cuales miembros de élites políticas y económicas, a todos los niveles del aparato estatal y administrativo, sostienen relaciones endogámicas para el logro de sus intereses.

La segunda opera como principio general para la impunidad individual, el abuso de poder y la desactivación del Derecho y las normas jurídicas en detrimento de los ciudadanos. La existencia de políticos y funcionarios habituados a informar, pero no a explicar; a pronunciarse, pero no a fundamentar racionalmente; han sido tan naturalizados entre nosotros como la supervisión de nuestras actitudes, criterios y pensamiento político por parte de la Seguridad del Estado; o como las condiciones de vida de funcionarios partidistas a cierto nivel, su acceso a bienes y servicios.

La democratización de la vida económica, social y política, es quizás lo único que podemos oponer a las secuelas actuales y prolongadas en el tiempo, tanto de ese cúmulo de decisiones y consecuencias, como de la arquitectura de poder que las posibilita. Nunca ha sido una panacea, pero como proceso político y necesariamente cultural, la democratización es una barrera que debemos erigir frente a la oportunidad que el menoscabo de nuestra soberanía como ciudadanos da a la vulgaridad y la tiranía del capricho de marginales exitosos, que acabarán por heredar y usufructuar totalmente para su beneficio una concentración tal de poder.

Serán ellos, los marginales —que lo son porque viven al margen de los valores que promocionan como válidos y deseables para nuestra sociedad y en los que muchos de verdad creemos—, los que acabarán por degradar totalmente, sea por el envilecimiento de la costumbre, o por la trasmisión indecente del privilegio en que han convertido el poder, nuestras libertades y derechos.

Los excluidos

Durante más de una década, decisiones económicas gubernamentales han provocado la exclusión y empobrecimiento continuo de amplios sectores poblacionales. Ahora, a medida que se estratifican aceleradamente dichos sectores populares gracias a una reforma económica incoherente, contradictoria e intermitente, y al parecer ya sin derrotero; un cada vez más importante grado de exclusión política es condición para mantener y perfeccionar legislativamente la limitación del acceso del poder que se ejerce. También para enfrentar la oposición y resistencia que esos tipos específicos de exclusión y de violencia producen.

Si en realidad, como he apuntado en otras oportunidades, no existe forma de excluir económica y socialmente sin excluir además políticamente, la enajenación y concentración del poder político en cualquier sociedad conduce siempre a la precarización de su distribución y, lo que es peor, a su socialización, disputa y ejercicio, a partir de las pequeñas y escasas cuotas que están disponibles en la vida cotidiana de los ciudadanos.

Es incorrecto hacer de este un argumento que explique muchos de nuestros problemas, pero las trazas del poder y de la forma de acceder a él o detentarlo, están en la estructura de violencia intrafamiliar y social, de los feminicidios, los maltratos y desprotección al niño, al hombre o la mujer ancianos, también en las epidemias de emigración, suicidios, alcoholismo y enfermedades mentales que experimentamos como sociedad.  

Lo que es negado a las mayorías en su forma social y política plena, determina luego muchas veces una secuencia interminable y difusa de ejercicios públicos y privados de apropiación, uso y abuso del poder.

No hay que subestimar el potencial de violencia real y simbólica que esto tiene, las formas en que distribuye, legitima y valoriza al interior del tejido y las relaciones sociales, el irrespeto al otro, a su autodeterminación y autonomía; la manera en la que finalmente configura la condición de víctimas y victimarios, la indiferencia, la desprotección y el desamparo como conductas, o su efectividad para la fractura y devaluación de la solidaridad y la noción colectiva de justicia.

Es imposible cambiar tal estado de cosas e intentar corregir el rumbo de nuestra sociedad sin destruir los mecanismos de exclusión política, sin cambiar las formas actuales de selección y elección de los ciudadanos para cargos de servidores públicos. Debemos oponer a este escenario una racionalidad nueva, que alcance a las normas jurídicas y a las lógicas sociales que las sustentan.

Tenemos que desarmar la cultura de obediencia y simulación que condiciona el acceso y permanencia de tales funcionarios dentro de las estructuras. Hay que eliminar las fuentes de poder de esas minorías silenciosas, que hasta ahora toman —y reservan para ellas— decisiones que nos conciernen y afectan a todos. Debemos librar a los ciudadanos de la interferencia y retaliación sistemática del poder. Se impone sustituir a las personas que han tomado las decisiones que nos han traído hasta el momento actual.  

El ciclo electoral que organiza y gestiona el sistema político cubano no va a permitir nada de esto. Ninguna de las personas que usted conoce y admira, que estarían dispuestas a poner el decoro y la dignidad por encima de cualquier otro interés que no fuera servir a los ciudadanos con inteligencia y mesura, con probidad y decencia; serán propuestas y electas.

No es que muchos de ellos anden dispersos ahora por el mundo. Tampoco es que satisfechos del lucro personal y el éxito estén apartados de la vida pública, ni que no confíen en el talento del cubano, en su bondad e increíble nobleza, o que teman alzar su voz para decir basta, y oír y defender a los que sufren. Es que han sido sistemáticamente, y cada vez más, excluidos. El bloqueo a la alternativa que suponen estos hombres y mujeres que usted conoce, o que están ahora mismo sumergidos en la inercia del anonimato y la imposibilidad de ofrecer su inteligencia y capacidad a la política y al gobierno del país, no es, ni mucho menos, el origen del conflicto, sino la manera en que este se expresa políticamente.

Ello se hace evidente a medida que nuestra política se interna en la ciénaga de mentiras, cinismo, dobles raseros, sarcasmo y banalidad a que la empujan —día a día y peligrosamente— una minoría soberbia y su coro venal. O cuando la crisis política cubana es prolongada conscientemente, a costa de hundir cada vez más al país en una bancarrota económica que compromete ya el futuro de las siguientes generaciones.

Llevamos décadas desperdiciando y perdiendo una parte importantísima del enorme capital de talento, sinceridad y altruismo que los logros civilizatorios alcanzados aquí en los últimos sesenta años produjeron. Todavía no acaba de envejecer y ser apartada una generación que entregó todo y que hoy lidia amargamente con la indignidad de la pobreza; pero a miles de jóvenes se le abren las puertas de la emigración y son drenados de nuestra sociedad como si fueran un pus, para poder manejar la conflictividad y rebeldía interna, o sentar a la potencia adversaria en la mesa de negociaciones. Todo se conocerá algún día.     

A principios del año próximo, cuando los índices de abstencionismo se expresen otra vez de manera abrumadora, y de seguro con valores más altos; no se estarán deslegitimando las ideas de justicia social, democracia, igualdad política y soberanía nacional, ni las luchas contra la discriminación racial, ni ese sueño de la adultez y lucidez ciudadana que es el Estado de Derecho y la plenitud y garantía de las libertades que merecemos; se estará deslegitimando la exclusión política.

Es difícil saber en qué momento después de esto los excluidos asumirán el conflicto. Hasta ahora han evidenciado las estructuras de la exclusión, o han apelado a reglas jurídicas para reformarlas u oponerse a ellas; pero no han creado aún sus propias estructuras. La contradicción esencial de los excluidos es la ausencia de estructuras desde las que oponerse a la exclusión. Mientras ello no ocurra, el conflicto no estará asumido ni planteado realmente.

Todo conflicto político es siempre, en primer lugar, una disputa entre estructuras que ejercen, o intentan participar, disputar o controlar el poder. Pero la existencia política es siempre la condición primera para obtener legitimidad. Los excluidos lo son precisamente porque jamás podrán esperar el reconocimiento formal de sus estructuras por parte de quienes los excluyen para que no puedan tenerlas. Sin embargo, solo lo que existe tiene el privilegio de la acción y de la oportunidad. También del respeto.

La legitimidad de los excluidos es, por tanto, esencialmente, la necesidad de diálogo social sobre la igualdad política, y por eso mismo una declaración de aquello en lo que creen. Ello es, quizás, lo único que necesitan para tenerla: reconocerse en la exclusión.

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Este artículo es un ejercicio de los derechos y libertades que consagra la Constitución de la República de Cuba.