El poeta estaba de espléndido humor.

Era mucho más alto que los García Márquez. Caminaba con una sonrisa meliflua, beatífica, la mirada extraviada en algún punto incierto del horizonte, como si viese cosas que los demás no podían avistar. Caminaba, sin saberlo, hacia el triunfo de Allende, hacia la embajada en París, hacia el premio Nobel. Caminaba también hacia el cáncer de próstata, que lo emboscaría poco después de ganar el Nobel, y hacia la muerte, que le sobrevino días después de la caída de Allende. Apenas le quedaban tres años de vida: años de glorias y epopeyas, años de humillaciones y derrotas.

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