Le decían Gabo. En Francia, mientras trabajaba de corresponsal para un periódico de su país, Colombia, se quedó sin trabajo, porque en su país un dictador cerró ese periódico.

Por su aspecto físico a Gabo le confundían con argelino y lo aporreaban y a veces era tan pobre que tenía que dormir en una banca del parque y pedir limosna en el metro, cantando vallenatos; y por mala suerte recorrió con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, en un carrito destartalado, la Alemania comunista, y luego Viena, Praga, Varsovia, y no pudo cogerse a una alemana, a una checa, a una polaca, a una austríaca, y tampoco tuvo dinero para visitar los burdeles de esas ciudades, él que amaba tanto a las putas, pues apenas tenían plata para la gasolina y para comer, ni siquiera para dormir en hoteles, y entonces dormían en el autito desvencijado que Plinio, medio ciego, manejaba, y que no chocó de milagro; y por mala suerte se instaló en Nueva York, ya casado con Mercedes, ya nacido su hijo mayor, Rodrigo, pero la aventura terminó fatal, y tuvo que renunciar a la corresponsalía de una agencia de prensa cubana, Prensa Latina, porque se llenó de periodistas militantes en la causa ortodoxa del comunismo y García Márquez pensó que era mejor dar un paso al costado, salvar la independencia periodística y, arruinado, sin trabajo, sin auto, con deudas, con familia, tomar un ómnibus que lo llevó, con su familia, hasta la capital mexicana.

Pero ahora, recién salida su novela Cien años de soledad en Buenos Aires, publicada por la editorial Sudamericana, vendiendo diez, doce, quince mil ejemplares por mes sólo en esa ciudad, García Márquez, tras pasar por Caracas y conocer a Vargas Llosa finalmente, sentiría una noche de agosto, en un teatro de la capital argentina, la gente puesta de pie, reconociéndolo, dándole vivas, gritándole «¡genio, genio, genio!», que una mariposa invisible, que sólo él podía ver, bajaba aleteando desde el cielorraso del teatro y se posaba sobre su cabeza y en ese mismo instante destruía los conjuros perniciosos de la pava (el oro) y traía una ola de buena fortuna que no cesaría hasta el último de sus días.

[Recreado con fragmento de la novela Los Genios de Jaimy Bayly]